Los lectores acuciosos de las Escrituras notarán, sin mucha dificultad, que la segunda carta del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto está impregnada de un aroma de intensa vehemencia. Las palabras del apóstol destilan pasión y celo. Es una carta testimonial, en donde Pablo abre su corazón, tal vez como en ningún otro lugar, y pone al descubierto lo que el Señor ha hecho y está haciendo en su vida. Las marcas de Cristo son evidentes en todo su ser.
Cuando nos topamos con las declaraciones registradas en los versículos 3 al 10 del capítulo 6, en esta segunda carta a los Corintios, nos encontramos con que son un retrato vívido del significado existencial de la cruz de Cristo en aquel que asume la vida discipular: para vivir en Cristo hay que morir. Es la paradoja de la fe. El apóstol lo vivió con no poca fuerza desde que el Señor lo llamó al servicio en sus filas. Leamos no más sus palabras:
“3 Vivimos de tal manera que nadie tropezará a causa de nosotros, y nadie encontrará ninguna falta en nuestro ministerio. 4 En todo lo que hacemos, demostramos que somos verdaderos ministros de Dios. Con paciencia soportamos dificultades y privaciones y calamidades de toda índole. 5 Fuimos golpeados, encarcelados, enfrentamos a turbas enfurecidas, trabajamos hasta quedar exhaustos, aguantamos noches sin dormir y pasamos hambre. 6 Demostramos lo que somos por nuestra pureza, nuestro entendimiento, nuestra paciencia, nuestra bondad, por el Espíritu Santo que está dentro de nosotros[c] y por nuestro amor sincero. 7 Con fidelidad predicamos la verdad. El poder de Dios actúa en nosotros. Usamos las armas de la justicia con la mano derecha para atacar y con la izquierda para defender. 8 Servimos a Dios, ya sea que la gente nos honre o nos desprecie, sea que nos calumnie o nos elogie. Somos sinceros, pero nos llaman impostores. 9 Nos ignoran aun cuando somos bien conocidos. Vivimos al borde de la muerte, pero aún seguimos con vida. Nos han golpeado, pero no matado. 10 Hay dolor en nuestro corazón, pero siempre tenemos alegría. Somos pobres, pero damos riquezas espirituales a otros. No poseemos nada, y sin embargo, lo tenemos todo.” (NTV)
Creo que todos estaremos de acuerdo con que la experiencia de vida del apóstol encarna, como pocos, la sentencia de nuestro Señor y Maestro: “Si tratas de aferrarte a la vida, la perderás, pero si entregas tu vida por mi causa, la salvarás” (Mateo 16:25). Una entrega por la causa del Reino de Dios, que nace por el anhelo de Pablo de experimentar el poder de Cristo en él. Eso le otorga la capacidad de reproducir sufrimientos semejantes a los de nuestro Señor, quien por amor se entregó por recatarnos. De igual modo, a Pablo lo mueve el amor hacia el pueblo de Dios y hasta se atreve a rogar por reciprocidad “¡Oh, queridos amigos corintios!, les hemos hablado con toda sinceridad y nuestro corazón está abierto a ustedes. No hay falta de amor de nuestra parte, pero ustedes nos han negado su amor. Les pido que respondan como si fueran mis propios hijos. ¡Ábrannos su corazón!” (v.11-13). El amor es sufrido, les había dicho en una carta anterior.
Con cierta sazón de humildad, en lugar de apelar a la escritura en primera persona, aparentemente prefiere envolverse en el cobertizo que agrupa a quienes están involucrados en el ministerio apostólico o, en su defecto, a quienes lo acompañan en su labor misionera. Al final, a todos ellos, de alguna forma u otra, les consta que “Los alumnos no son superiores a su maestro, y los esclavos no son superiores a su amo. Los alumnos deben parecerse a su maestro, y los esclavos deben parecerse a su amo. Si a mí, el amo de la casa, me han llamado príncipe de los demonios, a los miembros de mi casa los llamarán con nombres todavía peores” –como lo anticipó el Señor (Mateo 10:24-25 -NTV).
La vida de toda mujer u hombre que asume el discipulado en Cristo se parecerá inexorablemente a la de su Señor. Un reflejo de Aquel de quien se dijo que “La gente lo despreció y hasta sus amigos lo abandonaron; era un hombre lleno de dolores y conocedor del sufrimiento”. En su deseo de seguir las huellas del Maestro, le tocará desarrollar el exigente cometido de negarse a sí mismo y “perder” su vida para poder ganar, en la mayor plenitud posible, la vida de Cristo. Esta es la única manera de descubrir la clave del “éxito” en la vida discipular cristiana, y ver cumplido en nosotros, quienes nos llamamos seguidoras y seguidores de Cristo, la vida abundante prometida por nuestro Señor y Salvador. Así es, morir para el sistema del mundo, por la causa de Cristo, es alcanzar la vida: “Entonces Pedro le dijo: —Nosotros hemos dejado todo para seguirte. ¿Qué recibiremos a cambio?
Jesús contestó: —Les aseguro que cuando el mundo se renueve y el Hijo del Hombre se siente sobre su trono glorioso, ustedes que han sido mis seguidores también se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo el que haya dejado casas o hermanos o hermanas o padre o madre o hijos o bienes por mi causa recibirá cien veces más a cambio y heredará la vida eterna” (Mateo 19:27-29 –NTV).
Las luchas, sinsabores, esperanzas, esfuerzos y amores –por el Reino de Dios y su justicia- del cual el apóstol Pablo da cuenta a los de Corinto tendrán su recompensa. Los tuyos también.
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