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Parábola del rico y Lázaro

Foto del escritor: sinodoipvsinodoipv

Lucas 16:19-31


La lectura del Evangelio, para esta ocasión, nos adentra en algunos de los misterios que generan más perplejidad en la mente humana: la sinrazón de las desigualdades de la vida, del sufrimiento humano y la expectación por la eternidad.


Al leer en el texto la condición en las que le tocó vivir a Lázaro; por demás contrastante con la holgura y deleites disfrutados por el hombre “rico”, nos produce desconcierto la idea que subyace en la situación, tan opuesta la una de la otra: “… Abrahán le dijo (al rico): “Hijo mío, acuérdate de que, mientras vivías, tú recibiste tus bienes y Lázaro recibió sus males”.



La pregunta de rigor sería: ¿quién le concedió los bienes al rico? ¿quién hizo que Lázaro experimentara males en su triste vida? ¿El Evangelio insinúa que esto es cosa de Dios? ¿Es un “destino” señalado, para cada ser humano, que a algunos les toque degustar la dulzura de lo que este mundo puede brindar, mientras que a otros les toque saborear la amargura del dolor, la escasez o la precariedad? ¿O acaso, es el resultado de la eterna lucha entre “el bien” y “el mal”: la consecuencia irreductible que las injusticias del quehacer humano produce, para bien de unos y desgracia de otros? ¿O son las dos cosas a la vez?: La dialéctica imposible en donde la soberanía incomprensible de Dios se conjuga con la libertad del accionar humano.


Vaya menuda tarea tratar de obtener una respuesta a semejante dilema.


Sin embargo, en el texto hay más. El Evangelio nos conduce al mundo “del más allá”. ¿De qué se trata? ¿Cosmología mitológica de tiempos primitivos? ¿Una enseñanza que nos revela que la vida que conocemos es un aula inicial, que nos conducirá a niveles inimaginables de otro tipo de existencia?


Vamos a ver que nos propone el Maestro y Señor: Estás en esta vida, y la vida presente te sonríe; te premia con lo más “sabroso” que puedas degustar. Vives para eso. Te olvidas de los demás. Te olvidas de tu Creador. No tienes tiempo para ello. Tu tiempo es para saborear las mieles y las exquisiteces.


O, por el contrario: La vida te muestra su cara fea. Te obliga a la lucha desgastante: a la batalla por sobrevivir. Conoces muchas derrotas y te toca saborear la hiel. No obstante, el sufrimiento te hace tomar conciencia profunda de tu fragilidad, de tus tremendas limitaciones, de tu dependencia de Dios. Aceptas que la vida te recompense con “migajas”. Te vuelves humilde, de manera que tu carácter está preparado para el encuentro con un Dios que ha dicho que su deleite es con los humildes, pobres, sencillos y despreciados. Termina tu tránsito por “el valle de lágrimas” y, el Dios que está presente en todas las existencias, como producto de tu aprendizaje en el aula de la vida presente, te dice que estás apto para una vida nueva (que quién sabe cómo será) donde habrá disfrute sin fin, en “el seno de Abraham”.


No está de más recibir información acerca de esta metáfora relacionada con la destacada figura bíblica, como lo es Abraham. Llamado “el padre de los que son de la fe”. En tal sentido, se nos informa que “el seno de Abraham” era una expresión con la que se designaba la morada de las almas rescatadas después de la muerte, es decir, el Paraíso. Los judíos pensaban en la felicidad de la acogida que les harían Abraham, Isaac y Jacob en este Paraíso (4 Mac 13:17). Se regocijaban ante la perspectiva de entrar en comunión con él y se veían, por así decirlo, reposando sobre su seno. En el lenguaje rabínico del siglo III d.C., la expresión «estar en el seno de Abraham» significa: «haber entrado en el Paraíso». El concepto de «reposar sobre el seno» viene, a su vez, de la costumbre oriental de comer reclinados hacia la mesa. De esta manera, la cabeza de la siguiente persona estaba muy cerca del seno de la antecedente. Los puestos eran asignados de manera que el que recibía más honor era el que quedaba más cerca del anfitrión. Es en este sentido de cercanía y comunión que se entiende la expresión” (Diccionario Bíblico Sencillo).


El hombre rico no se había preparado, en esta vida, para el encuentro con Dios. Todos sus intereses estaban centrados en el sistema mundano. Solamente en el aquí y ahora de la autocomplacencia. Seguramente para aquello que, posteriormente, el apóstol Juan señaló diciendo: “Y éstas son las cosas que el mundo nos ofrece: los malos deseos, la ambición de tener todo lo que vemos, y el orgullo de poseer muchas riquezas” (1 Juan 2:16b, TLA). Ahora el rico se encuentra con que está separado de la presencia y del consuelo divinos. Se ve a sí mismo en un lugar de sufrimiento. “La tortilla se ha volteado”. Observa que ahora es Lázaro el que disfruta y goza. Aquel a quien seguramente tuvo oportunidad de hacer el bien y, por lo que parece, lo ignoró.


Más allá de las consabidas preguntas acerca de la vida más allá de la muerte, o acerca del cómo sería esa forma de existencia y de conciencia. En los Evangelios se nos propone vivir en conformidad al deseo de Dios. Y todo indica que el primer deseo de Dios es que aprendamos a amarle por sobre todo. Esto implica reconocerle, temerle, honrarle y servirle. Solo de esta manera nuestros oídos le pondrán atención a lo que dicen “los profetas de Dios”, y, por sobre todo, a lo que nos dice Jesús, el enviado del Padre. De otro modo, imposible. Ni que un muerto resucite impactará los corazones de quienes están ciegos y sordos para con los asuntos del Reino de Dios. Por su parte, nuestro Señor enseñó que Él se marcharía al lugar de donde provino (junto a la gloria del Padre) y que iría a preparar lugar para que los le pertenecen y se ciñen a sus mandatos estén con Él (Juan 14:3). Esto está en concordancia con la enseñanza de esta parábola.


No estaría demás aprender también que, si en la vida somos premiados con bienes, posesiones y riquezas las usemos para honrar a Dios y para beneficio significativo del prójimo, ya que no somos más que simples administradores de cosas que, en verdad, no son nuestras y que no nos acompañarán al terminar esta vida (1 Timoteo 6:17).


Solo a Dios la gloria. Su consiervo, Valmore Amarís.

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