En su dimensión como Maestro de la humanidad, una de las cosas que admiro del Señor es que no comprometió sus palabras con lo que era “políticamente correcto”, como ocurre con tanta frecuencia en los tiempos contemporáneos. ¡Qué paradoja! Al Jesús llamar las cosas tal y como son nos deja perplejos. Mientras que, por un lado, ensalza a Juan el Bautista, señalándolo como la persona más grande que había existido ¡Más que un profeta! (podemos decir: el último de los profetas antes de la plena irrupción del Reino de Dios en Jesucristo) por otro lado, sin empacho alguno, el Señor declara que –no obstante- el más pequeño, el más insignificante de los participantes, bajo la nueva revelación de Dios en Cristo, a quien Jesús llama el Reino del Cielo, es más grande que Juan el Bautista. ¿A quién de nosotros se le ocurre enaltecer a una persona, en los términos en los que aquí es señalado Juan, para luego aparentemente minimizarlo, como de igual modo apreciamos en el texto. No parece ser lo correcto. Pero ¿a qué se debe esto?
Juan fue un profeta bajo los parámetros de la Ley de Moisés. Las palabras de Juan, como bien dijera alguien nadie podría llamarlas un Evangelio, una buena noticia; “era básicamente una amenaza de destrucción”, fundamentadas en la justicia que demandaba dicha Ley. El evangelista “tocayo” del bautista sentenció: “Por medio de Moisés recibimos la ley mientras que por medio de Jesucristo recibimos el amor y la verdad” (Juan 1:17 NBV). Y es aquí en donde encontramos el quid del asunto: Juan el Bautista es el gran profeta más pequeño que el más pequeño de los que estarán o están en Cristo, porque Juan no llegó a experimentar mientras vivía, el ser testigo de la gracia y del amor de Dios expresados en toda su potencia con muchas de las señales, el discurso, y mucho menos con la muerte y resurrección de Jesús. En cambio, toda-o creyente en Cristo Jesús, que por fe (aún sin haberlo visto con los ojos físicos) mira a la cruz de Cristo, llegando a entender que es la expresión suprema del amor sacrificado de Dios, y atiende con fe y obediencia sus palabras, es alguien “bienaventurado”, quien ahora pasará a formar parte de un pueblo escogido, de una casa espiritual cuya piedra fundacional es el Hijo de Dios mismo, de un cuerpo espiritual del cual el Cristo de Dios es la cabeza. Estar ahora en Cristo es participar de la vida de Dios en su plenitud, es la vida en la gracia y la verdad. En la Ley tal cosa no era posible. La ley, según palabras del apóstol Pablo, era un ministerio “de muerte”. El evangelio, en cambio, es el ministerio del Espíritu, engendrador de vida.
Es esta la razón por la cual Jesús no comprometió la grandeza del Evangelio con los gestos que solamente anticipaban lo que habría de venir. Juan fue grande, pero más grande era Aquel a quien Juan anunciaba. Y tal fue la conciencia que Juan tenía de esto que declaró abiertamente: “―Yo bautizo con agua, pero entre ustedes hay alguien a quien ustedes no conocen, que viene después de mí. A él, yo ni siquiera merezco desatarle la correa de las sandalias (Juan 1:26b,27 (NBV). Sea nuestra gratitud eterna para con Aquel que, por su pura misericordia, gracia y amor, nos permite disfrutar de la vida de Cristo, en el poder de su Espíritu, presente en las mujeres y hombres de esa fe bendita.
Rvdo. Valmore Amarís
15 Diciembre 2019
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