Si nos guiamos por el mensaje registrado en los Evangelios y en los escritos apostólicos, el proyecto divino apunta a recrear a la mujer y al hombre de acuerdo al modelo de “la Palabra hecha humanidad”, es decir, Jesús, quien irrumpió en el mundo como el Hijo de Dios.
Antes de Él, la humanidad vivió a merced de sus propias luces y tinieblas. La nación descendiente de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob testificó del pacto que el único Dios verdadero hizo con ellos, valiéndose de Moisés como instrumento mediador para tal fin. Este pacto implicaba el compromiso, para el pueblo receptor, de ajustarse a un proceso de consagración a Dios, a través de un sistema normativo que les permitiría vivir en armonía y amistad con Él. El apóstol Pablo, en el texto aquí citado, lo llama sencillamente La Ley.
Esta Ley, entregada al pueblo por medio de Moisés, estaba diseñada para conducir a una humanidad infante en lo que atañe a su relación con Dios. En el citado texto, el apóstol lo compara con un tutor. La Ley de Moisés era algo encargado de llevar a la humanidad (representada en el pueblo del pacto) de los rudimentos de la fe (sacrificios, festividades, ritos, etc.) a la madurez de la fe. Con el testimonio de Jesucristo es posible alcanzar tal madurez. La fe perfeccionada en Cristo Jesús ya no requiere de un sistema de ordenanzas, la cual se hacía operativa, a través del cumplimiento de la norma externa, sino que más bien se convierte ahora en vivencia interna y profunda.
Pablo, el apóstol, transmite este mensaje a sus lectores de la provincia de Galacia, porque estos cristianos habían sido perturbados en su fe en el Cristo de Dios. De modo que, en lugar de permanecer y procurar crecer en el nuevo modelo de humanidad que les había sido mostrado en Jesús, estaban dirigiendo su atención al modelo de la Ley de Moisés. Eso significaría abandonar la vida de adulto para asumir conductas de infante. O para decirlo de una forma más adecuada al discurso teológico, los cristianos de Galacia, erróneamente pretenderían “justificarse” ante Dios a través de un sistema temporal y débil, antes que apropiarse de la justicia que Dios mismo proveyó a través de la palabra y la acción realizada por el Hijo de Dios.
Hasta el día de hoy, la Ley de Moisés cumple su misión pedagógica de mostrar al ser humano su condición de incapacitados para cumplir los estándares de Dios; de crear conciencia acerca de lo bueno y lo malo. La Ley era y es el docente que prepara al que recibe su instrucción con los elementos básicos del conocimiento.
En este caso, del conocimiento que permite conocer y vivir en la voluntad de Dios. En Cristo, el tutor (La Ley) queda inoperante en tanto que hace su aparición el Hijo de la Casa: la esencia misma de lo que el contenido simbólico, prefigurado en la Ley, quería señalar. La Ley, como toda Ley, solo alcanza a indicar lo que se debe y no se debe, pero no posee la capacidad germinal para gestar una dinámica interna vivificante y transformadora. Al hacer aparición el Hijo de Dios; al hacer posible la presencia del reino de Dios, en la potencia de su Espíritu, el proyecto de Dios se transforma de “el ministerio de la letra” al “ministerio del Espíritu”. Dios mismo, en Espíritu, toma posesión del ser, y la experiencia de una convicción que se complace en el amor, la esperanza, la confianza, el perdón, la misericordia, la bondad y la gracia de Dios, mediada en el Cristo de Dios determina los pasos a seguir. En el texto en consideración, el apóstol lo llama fe. Y al ejercitarnos en esa fe ocurre el milagro de “ser justificados por la fe”. De ser aceptados por Dios Santo como libres de todo lo que nos hacía merecedores de la enemistad con Dios.
La fe, testificada en nuestro bautismo, nos sitúa como parte de un cuerpo espiritual en el cual quedan anuladas las diferencias propias de la condición humana. Ante ese hecho, el apóstol Pablo instruye a sus lectores de que es improcedente poner su mirada en el tutor, ya que con el Hijo de la Casa, pasan a ser del “linaje” de la familia, y por la fe en Cristo Jesús, son herederos de las promesas dadas a Abraham, padre de las mujeres y hombres de fe de todos los tiempos. En Cristo estamos siendo recreados, para la gloria de Dios.
Rev. Valmore Amarís
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